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Cajón de sastre


La borra del café


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Ejerciendo la profesión que tengo la suerte de disfrutar, he tenido la ocasión de entrar en innumerables viviendas a lo largo de mi carrera con la finalidad de comprobar patologías, hacer una valoración, certificar cualquier circunstancia que su propietario me solicitara, en fin, con la intención de ejercer una labor puramente técnica en su interior. Sin embargo, cada vez que entro en una casa diferente me envuelve su atmósfera, su espíritu, encarnado en las luces, el mobiliario, los olores, las texturas, algo que va más allá de lo estrictamente tecnicista para entrar en el terreno de lo humano, de las vivencias, y me pregunto cómo han sido las vidas que han impregnado de su ser ese contenedor de cemento, piedra, cerámica y yeso, convirtiéndolo en un elemento orgánico, en el que cada baldosa, cada tirador, cada espacio tiene una historia que contar, para que cuando alguien entre en la casa pueda sentir que se trata de un hogar y no de un piso-piloto. 
Este sentimiento se hace incluso más poderoso cuando entro en una casa en ruinas, pero en la que todavía quedan retazos de esa identidad perdida, pequeños indicios que me conducen a tirar del hilo de su historia, de sus historias.
Nunca supe como poner en palabras ese sentimiento, no hacía falta, alguien realmente grande con las palabras lo hizo mucho antes. Lo descubrí hace algunos años leyendo ese maravilloso libro “La borra del café” de Mario Benedetti.

“La casa tenía un paisaje y también tenía un tacto. Los apagones no eran tan frecuentes como lo fueron años más tarde, pero de vez en cuando el barrio entero se sumía en las tinieblas. Mis padres usaban sus linternas, pero a mi me gustaba andar a tientas, sólo guiado por mis manos o en todos caso por mis pies descalzos. Tocar la casa, palpar sus paredes, sus puertas, sus ventanas, sus pestillos, contar sus escalones, abrir sus armarios, todo eso era mi forma de poseerla. Para mis padres siempre fue una casa meramente alquilada, pero yo no tenía demasiado claro el linde entre locación y propiedad, de modo que para mí la casa de Capurro fue mi casa.
Tenía asimismo un olor peculiar. Y no me refiero al de la cocina, que lógicamente variaba con los pucheros, churrascos, guisos y tucos en los que mi madre era experta. No, el olor a que me refiero era el de la casa en sí; el que exhalaban por ejemplo las baldosas blancas y negras del patio interior, o los escalones de mármol del zaguán, o las tablas del parquet, o la humedad de una de las paredes, o el que venía de la higuera cuando yo dejaba mi ventana abierta. Todos esos olores formaban un olor promedio, que era la fragancia general de la vivienda. Cuando llegaba de la calle y abría la puerta, la casa me recibía con su olor propio, y para mí era como recuperar la patria.”


                                                                                                               Mario Benedetti
                                                                                                             “La borra del café”